Con el pasar de los años, me gustaba cada vez más la proximidad del mar. Iba con regularidad al Malecón Císneros, en Miraflores, desde donde lo alto del acantilado se abraza el océano Pacífico. Cabe añadir que, a lo largo del tiempo y en el término de un divorcio, había logrado comprar un departamento en el barrio de Miraflores, avenida Pardo, a dos cuadras del malecón y frente a la embajada de Brasil, un país que tiene un lugar en esta historia.
Al volver en dirección de Larcomar, iba acabándose la tarde. Los paseantes se habían esfumado. Las viejas señoras blancas de Miraflores ya habían reincorporado sus edificios en el sillón de ruedas que empujaban sirvientas mestizas uniformadas. Nada más me cruzaba con limeños y extranjeros aficionados al footing. Como se aproximaba un bello ocaso, me detuve de nuevo en un banco, lo más cerca que pude del acantilado (Trad de l’auteur).
Il est mort Jim